CASUALIDAD

Habíamos recibido, como era habitual, un escrito del juzgado pidiéndonos que confeccionáramos un plano o dibujo de una determinada calle de la ciudad, en la que unos meses atrás se había producido un accidente de tráfico entre un turismo y una motocicleta. En el escrito no establecían plazos para su contestación, pero, a pesar de ello, nos dispusimos a cumplimentarlo lo antes posible. No conocíamos la ubicación exacta de la calle, así que tuvimos que tirar de callejero para situarla.

Nos personamos en el lugar al filo de la media noche y pudimos comprobar que la calle no era tal, sino un tramo de vía peatonal bastante corto y separado de uno de los viales de una urbanización colindante por unos setos, con un entramado de jardines, zonas de estacionamientos, varios bloques de pisos y vía de circulación un tanto complejo. Dado que el oficio del juzgado únicamente hacía mención a la calle, no encontrábamos ningún elemento que nos situara en el lugar exacto en el que ocurrió el siniestro. Recorrimos la vía de la urbanización de unos trescientos metros de longitud y solo encontramos cientos de vehículos estacionados, unos en fila y otros en batería, no había ni un alma al que preguntar. Como no teníamos datos suficientes, desistimos de continuar con el encargo y decidimos pedir al juzgado que nos ampliaran la información.

Volvíamos al patrullero cuando observamos a una chica que salía de uno de los bloques de pisos con una bolsa de basura. Le dije a mi compañero que podríamos preguntarle, igual ella sabría decirnos si los viales de la urbanización entraban en el desarrollo de la calle o si conocía dónde se pudo producir el accidente. Mi compañero respondió con un gesto de escepticismo. La chica desapareció al fondo, entre los setos del jardín. Cuando llegamos a su altura no la veíamos. Parecía que se nos había escapado la oportunidad. Nos dirigimos de nuevo hacía el patrullero. En ese instante volvió a aparecer, ya liberada de la bolsa, así que fuimos a preguntarle.

La chica pareció bastante sorprendida. No sabía darnos una respuesta concreta, solo acertó a aclarar que algunos vecinos de la urbanización solían utilizar el nombre de aquella calle en el correo para que el cartero supiera con más o menos exactitud adonde tenía que ir. Su sorpresa por nuestra presencia en ese lugar fue en aumento, así hasta llegar a la preocupación. “¿Ha pasado algo?”, nos dijo. “No, no se preocupe, no pasa nada, tan solo que estamos tratando de cumplimentar un oficio del juzgado y para ello tenemos que localizar el punto en el que se produjo un accidente de tráfico hace unos meses entre un turismo y una motocicleta”.

La chica parecía cada vez más sorprendida. “Pues a eso sí les puedo ayudar”, acertó a decir, “Si, bueno, es que yo estuve implicada en ese accidente. Se trataba de mi vehículo. Así es, una motocicleta colisionó contra mi coche cuando paré ahí mismo, a la altura del portal tres”.

Ahora la sorpresa era nuestra, varios bloques de viviendas, con varios cientos de vecinos en las inmediaciones y precisamente acude en nuestra ayuda la única persona que podía hacerlo. “¿Está usted segura, señora?”. “Si claro que lo estoy, que yo sepa por aquí no se ha producido ningún otro accidente en los últimos meses. Además, el juicio por este accidente lo tenemos mañana.” “¿Mañana?”, inquirió mi compañero con curiosidad. “Si agente, mañana, además, mi abogado había solicitado al juez que por parte de la policía se aportara un plano o un croquis del lugar para poder explicar con mayor claridad cómo se produjeron los hechos”. “Pues nada, señora, que sepa que el destino ha querido que la encontráramos. Mañana podrá contar con el plano que habían pedido”. “Pues no saben cómo les agradezco”. “No hay de qué, señora, todo esto es fruto de la simple casualidad”.

Hay quien dice que la casualidad no existe, que simplemente acudimos a ella para encontrar explicaciones sobre hechos que no comprendemos. Puede que sea así, o puede que seamos atraídos por una fuerza invisible hacia lo que no conocemos, ni tenemos capacidad para prever.

 


BELLOTAS DE HACHÍS

Nos hemos tomado el cafetito reglamentario, así que Charly y yo ya estamos prestos para el servicio. He comunicado a la base nuestra disponibilidad, como es preceptivo. Responde Cañete. Se le nota en la voz el enfado, no tendría que haber venido a trabajar en este turno, pero el Chinchilla se ha vuelto a dar de baja, como ya tiene por costumbre, así que no hemos tenido más remedio que tirar de él. «Recibido, procurad no darme la tarde», resuena en el altavoz. «Vale, oído cocina,… trataremos de pasar desapercibidos», le responde Charly tras arrebatarme el micrófono de las manos, no sin mi desaprobación, por supuesto.

Una hora más tarde hemos completado el primer recorrido a todo el distrito para supervisar el servicio. Charly está hoy de lo más circunspecto. No ha soltado ni una sola palabra en esta última hora. «¿Te pasa algo?, «Na», me dice lacónicamente, entonando la a como si fuera una e. Una largo silencio tras su respuesta. «Que estoy algo jodido, a penas he podido dormir por la niña».

«Bravo Quince para Base,… necesitamos apoyo en la Corredera,… tenemos a un individuo probablemente petado de bellotas». No esperamos a que nos repitan el comunicado desde Base, acudimos rápidamente en apoyo. Conecto la sirena y enciendo el puente. Charly acelera sin que me haya dado oportunidad de darle las instrucciones oportunas, conduce a toda leche sorteando el tráfico. Voy un poco acojonado. El vaivén, los acelerones y las frenadas consiguen que me golpee contra el parabrisas. Hago una anotación mental sobre la brusquedad de Charly en la conducción policial, con el objetivo de rendir cuenta en la próxima reunión de mandos. Vuelvo a golpearme la frente contra el cristal, pero esta vez algo más fuerte, tengo la impresión de que algo se ha quebrado. Hago una anotación mental sobre este nuevo golpe que me ha dejado un tanto perturbado, no recuerdo si ya había hecho una anotación antes. Tendré que elevar algún tipo de propuesta a la junta de mandos. Una señora se planta en mitad de la calle, frente a nosotros. Charly maniobra a la derecha de forma brusca, lo que me lleva a golpearme nuevamente, esta vez contra su hombro, pero resulta de una eficacia meridiana. Pasamos a cinco centímetros del carrito de la compra de la señora. No he conseguido ver la cara a la mujer, pero la imagino pálida y con los ojos fuera de las órbitas. Hago una nueva anotación mental, algo habrá que hacer para evitar que las señoras anden por medio de la calle a estas horas.

Después de otros cuatro golpes contra el parabrisas, todos en el mismo punto de la frente, y tras otros dos conatos de atropello a pacíficos paseantes, llegamos a la Corredera. Habíamos viajado como el viento, lo que me hace pensar si es necesaria tanta prisa y tanto ajetreo. Lo anoto mentalmente por si fuera necesario adoptar algún tipo de medida al respecto.

Charly ha dado un salto y ya se encuentra colaborando con Bravo Quince. Entre manos tienen a un individuo bajito y grueso. Lo han colocado en posición de seguridad. Les ordeno que lo cacheen convenientemente. Los tres me miran con una mezcla de burla y sorpresa. «Ya le hemos sacado trece bellotas de hachís, de algo más de dos gramos cada bellota, …jefe». En vista de la celeridad de la operación, les ordeno que procedan a su detención. «Ya está detenido,… jefe». No me gusta como han sonado esos «jefe», anoto mentalmente que elevaré propuesta a la junta de mandos para que el trato sea más especifico, de forma que a cada mando se le designe por su grado seguido del primer apellido. Así será posible diferenciar a los que detentamos la misma categoría, evitará confusiones y cerrará la posibilidad de que el «jefe» lo utilicen con cachondeo. Una vez termino de hacer mi anotación mental observo que el detenido ya viaja hacia la Comisaria a bordo del patrullero, convenientemente engrilletado y asegurado para que no se cause a si mismo ningún tipo de lesiones. No ha sido necesario que pronuncie ni una sola palabra. Es evidente que con solo mirarlos mis subordinados me entienden.


SER POLICÍA

Siempre quise ser policía. Creo que lo llevaba escrito en los genes en el momento del parto, si es que los genes admiten este tipo de escrituras.

Me había preparado a conciencia. Todo mi tiempo lo había empleado en cumplir ese sueño, tanto de forma individual y privada, como en la academia a la que decidí apuntarme, como después, una vez superado el examen de ingreso, en la Escuela de Policía. Había memorizado todos los artículos del Código Penal relativos a los delitos contra la propiedad y contra la salud pública, que son, estaba convencido, con los que tendría que lidiar con mayor frecuencia, e incluso había incursionado en los delitos contra la integridad física, dado que, también estaba convencido, serían los asuntos que terminarían asignándome con mayor frecuencia, en atención a mi perspicacia para resolver acertijos. También había memorizado todas aquellas infracciones administrativas que, muy probablemente, me iba a encontrar en mi trabajo rutinario. Era capaz de recitar casi de carretilla el artículo, el texto y la cuantía de la multa, tanto en un sentido como en el inverso. Nadie sería capaz de superarme en todo esto y eso seguro que sería valorado de forma especial por nuevos mis jefes y compañeros.

Fui capaz de diseñar mi propio sistema de defensa personal policial, que nada tenía que envidiar a los métodos desarrollados por los escoltas y militares israelíes. Estaba convencido de que, en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo y frente a frente, fácilmente podría hacerme con la situación y controlar al enemigo, aunque este fuera algún espabilado miembro del Mosad. La defensa, que para quien no esté familiarizado en el lenguaje tecnico-policial es el palo de madera, de goma o de polímeros y que sirve, fundamentalmente, para atizar la badana, la manejaba con tal destreza y precisión, que podría llegar a golpear a cualquier oponente hasta en diez puntos vitales de su cuerpo en una fracción de segundo, dejándolo kao y sin que ni tan siquiera el susodicho hubiera tenido la oportunidad de ver por donde le llegaban los palos. Era capaz de desenfundar más rápido, que el más rápido de los pistoleros que me pudiera encontrar. Había practicado miles de veces con un pistolón simulado, pero de aspecto realmente impresionante, que me había agenciado con tal propósito y había agotado todas las posibilidades posibles de enfrentamiento armado. Si bien es cierto que en la escuela de policía solo me habían permitido realizar una veintena de disparos, sería capaz de acertar a un blanco móvil a más de veinticinco metros de distancia. No había ahorrado en gastos y en cada feria de mi ciudad o en la de las ciudades vecinas había dedicado horas y horas al tiro pichón, que si bien es una modalidad menor de tiro de precisión, no es menos cierto que te proporciona seguridad en ti mismo, temple, afinamiento, puntería y, por qué no decirlo, un montón de peluches que ganaba de vez en cuando en alguna de esas instructivas jornadas instructoras.

Me sentía una máquina de matar puesta a disposición de los ciudadanos, a los que defendería de forma incansable, no obstante, sin menoscabo de mi propio interés físico, al que me había jurado salvaguardar en interés del ciudadano desvalido y necesitado de protección.

Era mi primer día; había llegado el momento de demostrar mi valía; todos lo reconocerían, de eso no me cabía ni la menor duda.


DIÁLOGOS CON EL CAIMÁN

Cuando aquel joven de prácticas llegó a aquel perdido distrito de Madrid, le pusieron, en su primer día, a patrullar con un “veterano” de dos meses de antigüedad efectiva.

En aquel ciclo: mañana, tarde y noche, movidos ambos por la vocación y por sus espíritus jóvenes e inquietos, pasaron 32 filiados y otras tantas matrículas, patrullaron incansables por aquellas largas calles metiéndole al destartalado BX un centenar y medio de Kilómetros más, y fueron con los pirulos puestos a casi todas las llamadas a las que acudieron. Aquel joven de prácticas no tuvo, en aquella ocasión, su primer detenido pero aprendió, según le dijo su veterano, que se debía patrullar entre 9:00 y las 10:00 horas de la mañana insistentemente por las calles con comercios pues es cuando abren y cuando pueden ser atracadas. En general se sentía a gusto con aquel compañero pese a que en una riña domiciliaria les habían ninguneado un poco.

Cuando terminaban y salían del servicio de noche, el viejo guardia que estaba de operador de sala, se acercó a ellos y les echó la bronca:

-¿Os habéis pensado que vosotros estáis aquí para pasar a todos los madrileños y sus coches y que yo estoy aquí sólo para daros gusto o qué? “Otro caimanorro”- pensaron- y se fueron a dormir sin más.

Al volver al siguiente turno, la fortuna ya no sonreía al de prácticas: le habían puesto de compañero a un caimán.

-¿Tienes ganas de trabajar hoy como el otro día con fulano “el nuevo”? -Le preguntó aquel gigantón de cincuenta y tantos años, con una voz que hacía que temblara la estancia y cuyo eco se propagaba por los pasillos de Comisaría.

-Pues sí, tengo ganas… para eso nos pagan ¿no?

-¡Pues siéntate ahí hasta que se te pasen! -Le dijo mientras el resto de veteranos del grupo, incluido el jefe de turno, le reían la gracia. Cosa que a él, lógicamente, no le hizo ni pizca.

Ya en el vehículo, unos minutos después, le volvió a preguntar: ¿sabes lo primero que hay que hacer por las mañanas?

-Sí, supongo que patrullar los comercios para evitar robos.-contestó como creyéndose poseedor de una verdad inmutable.

-Pues no, eso es algo que te habrá dicho ese ‘puto nuevo’ que acaba de salir del cascarón, pero no es eso, lo primero es desayunar. Porque si ‘el guardia’ no desayuna no rinde bien.

Tras el desayuno, a eso de las 9:30 horas, aquel barbudo con mirada de león fiero, sin decir ni oste ni moste, le llevó a los límites del Distrito que eran las afueras de la ciudad, donde el paisaje de los comercios, los edificios y el asfalto se cambiaba, en rápida transición, por el de los arrabales, las chabolas y los senderos; donde se acaba todo para los ciudadanos pero empieza el inframundo para los policías y los delincuentes. Le señaló un coche aparcado junto a otros y le dijo: “ése está robado”. Efectivamente así era. Recuperó su primer vehículo sustraído esa mañana. Le explicó –con tono irónico- que los ‘choros’ no son madrugadores y que los coches que roban en la noche los abandonan, al amanecer, en sitios como aquel, donde tardarían mucho en ser descubiertos porque los policías “nuevos” se dedican a pasearse por las calles dejando esto para los guardias viejos. Por las mañanas temprano –le dijo- apunta: buscar coches sustraídos.

Luego tras terminar de hacer el papeleo en Comisaría, le dio un par de vueltas por su sector y en un momento dado le dijo que “ya estaba bien de hacer kilómetros” y le llevó “a hacer gestiones” que al joven le sonaron a “escaqueo feroz”. Paró el vehículo y se fue andando a varios Bancos, en alguno de los cuales tenía cuenta y donde aprovechó para hacer unos pagos. En otros simplemente se dedicaba a hablar con los empleados, todos parecían conocerle y agradecer la visita, aparte de banalidades le hablaron sobre varios sujetos que habían tratado de cobrar cheques falsos y sobre un par de sudamericanos que les parecían “cogoteros”.

Al joven de prácticas no le gustaba nada que el zeta estuviese parado, le parecía que al no circular se estaba perdiendo algo en la gran ciudad, lo suyo era ir a toda velocidad, creía que patrullando por muchos lugares a la vez, por probabilidad, se encontrarían con los servicios buenos. En su ingenuidad pensaba que no era de infantería sino de caballería.

El veterano siguió a lo suyo y hacía con el joven como si este no existiese: detenía el vehículo y se bajaba a hablar con la floristera, con la tendera, y con el charcutero, y se ponía a hablar con ellos de fútbol o de lo que fuera, sin mirar para él. Al final de cada conversación siempre le advertían de algún ‘pájaro’ al que habían visto merodeando, y al joven siempre le parecía una excusa para salvar el hecho de haber estado perdiendo el tiempo. Su aversión contra el espíritu de aquel hombre le sostenía en su lucha secreta; lucha profunda que llega a dar cierta serenidad estúpida al que la siente, y una seguridad entre épica y altiva al que la padece.

Luego, como para fastidiar y no contento con esto, paraba el vehículo para hablar con los jardineros, los barrenderos y todos los operarios municipales, que se encontraba en el camino.

-¡El tío éste, gañán, no hace otra cosa que hablar con todo Dios! -pensaba-.

Uno de estos, un barrendero, le entregó una cartera que alguien había perdido. Hicieron una minuta.

Cuando ya eran la 13.00 horas, le preguntó: ¿qué has aprendido hoy?

-Pues… como no sea teoría y práctica de la plática.

-¡No coño, no! ¡Hemos sembrado para el día de mañana recoger! Esa gente son tus ojos cuando tú no estás. Te han visto de cerca y no desde un vehículo, te conocen por tu nombre y no por tu número. Te avisarán un día de algo y, entretanto, te ponen al día de todo lo que se mueve y menea por aquí. Desde el zeta no te ven, y así además piensan que te preocupas por ellos. Se recogen cosillas que luego te pueden servir. Hala págate una caña, pringao. Y el joven pagó su primera ronda: de caña y de zumo.

Al salir, cuando les llegó el relevo, el de la sala, que era amigo de este, se les acercó y les dijo:

-Le estás enseñando bien ¡así da gusto! Una placa un recuperado; no como el otro día, vaya cantamañanas: pasasteis hasta la placa de un vehículo camuflado.

Al día siguiente, en el servicio de tarde, el veterano le seguía cayendo antipático al joven de prácticas. Al pasar frente a unos chavales que estaban sentados en un banco, se armó de valor y le preguntó si no pasaba filiados.

-¡Para qué y por qué!

-¿Cómo que para qué? para ver si están en Búsqueda y por pillar algún malo.

-En este Distrito a los que están en Búsqueda ya los pillará la secreta. Yo no identifico a nadie sino tengo un motivo, y el que vayan por la calle sin más o tengan malas pintas no lo es. Aquí a los que buscan tienen buena pinta, porque aquí hay mucho choro de guante blanco. No se puede ir por ahí pidiendo los ‘carneses’ como el que pide tabaco. Otra cosa es que hubieran estado fumando porros o bebiendo litronas, pero no es el caso. Una mala intervención da problemas casi siempre. Una intervención que no se hace, casi nunca -sentenció-.

La tarde se fue pasando, pues, sin filiados. Parando en alguna taberna que otra para hablar de lo suyo, de alguna batallita, y de algún malo que el tabernero había visto merodeando; mientras uno se tomaba una cerveza siempre y el otro, invariable, un Biosolan Multifrutas. La emisora (que los coordina) sacó al joven de sus malos pensamientos para con la salud de su compañero. Acudieron a una riña en un domicilio. Los gritos de la discusión se oían desde el portal. Llamaron a la puerta y nada más abrir el matrimonio de treintañeros se quedó como mudo al ver el aspecto del veterano, que más parecía que venía a matarles a ambos que a mediar en un conflicto.

-Buenas tardes o malas, depende ¿no? -dijo con aquella voz autoritaria que tenía, clavando su fieros ojos en los de ambos.

-¡Coño qué manera de entrarles! –Pensó el joven- cuando el ambiente hostil aún se podía cortar con cuchillo, aunque también veía que lo que sí se había cortado era el escándalo, y de cuajo.

Pasaron dentro del piso y le dijo a ella que hablara. Ella contó su versión y cuando le llegó el turno a él, el veterano preguntó: ¿eso que huelo es café?

-Pues sí, ¿quiere una taza?

-Sí, gracias. Yo a estas horas mataría por un buen café. Ande tráigame uno si es tan amable, mujer.

La señora, un poco chocada, se fue y mientras, en su ausencia, el marido, que era un poco meapilas, les contó su versión. Justo lo contrario de la de su parienta, claro. Para cuando volvió la señora con la taza, el veterano ya tenía convencido a aquel tipo de qué era lo mejor, y de que debía hacer las paces y seguir con la vida, ya que para cuatro días que estaba uno… Se tomó el café en tanto que la pareja aquella de mojigatos se terminó de reconciliar. Cuando se marchaba por la puerta, se volvió y les dijo:

-Dentro de un par de días vuelvo por aquí a veros. Si no hay problemas me hacéis un café, y si los hay… pues también. Y se fue dejando tanta paz como ira había al entrar.

El joven de prácticas alucinaba en colores, aún no entendía cómo aquel gañán barbudo sin conocimientos de psicología, sin formación y sin apenas vocabulario se había hecho con la situación, pero le encantó la forma en que dominó la situación, muy diferente a la otra en que los había ninguneado. Ya fuera, de regreso en el coche, le dijo:

-Recuerda: cuando haya una riña o una reyerta separa las partes siempre, con la excusa que sea, pero tenlos separados, así te será más fácil hablar e imponerte.

El veterano cuando se juntaba con otros como él hablaban de los viejos tiempos, del compañerismo, del 24×24, de circunscripciones y de banderas (la doce y la once), de Radiopatrullas e Inspecciones de Guardia, y de cabos y sargentos; en tanto que él sólo hablaba de vocación, de los cinco turnos, de Bases y Brigadas y Unidades, y de la ODAC y el SAC, de oficiales y de subinspectores. Eran dos mundos y dos generaciones separados por un alto muro de incomprensión mutua.

Al tercer día, la noche se le hizo muy larga con aquel aldeano con el que apenas si tenía cosas de las que hablar y con el que, quedaba claro, no hablaba el mismo idioma ni había conexión posible. El veterano le llevó a varios sitios donde había “mujeres solitarias que fuman”. Charlaba con ellas y ellas con él, sin ningún pudor, como si sus dos profesiones perteneciesen a la misma esfera social y marginal. Era una idea, la de mezclarse promiscuamente con cierta gente residual, que le martirizaba tanto como la de llegar a contratar, de servicio, sus “servicios”. Pero no pasó nada de eso. De nuevo le contaron, al final, como para justificar tanta parla, de algún ave nocturna de las de mal agüero al que veían planear por entre las sombras de aquellas calles, de vez en cuando. Al joven, una de las más jóvenes y también de las más guapas de entre aquellas trabajadoras autónomas del amor, le guiñó el ojo cuando se iban. Él pensó en devolverle el guiño pero no se atrevió. Sintió, no obstante, algo raro, algo que empezaba a cambiar en su interior.

-Hijo, la morena te ha mirado ¡Ay, si yo tuviera tú edad y treinta kilos menos! Si quieres que te respeten habla con ellas, pero no mezcles trabajo con placer. Eso como filiar a lo tonto: casi nunca sale bien.

En algún bar de los que es necesario tener mucha sed para verte en la necesidad de entrar, el veterano llevó al novato y tomaron lo de costumbre. Allí, entre tanto personaje noctámbulo y tanto humo flotando en el ambiente, se apareció el jefe de servicio. El joven se puso más tieso que una vela. Pero observó, con alivio, que aquel hombre no venía pedir cuentas sino a charlar un poco. Encima se hablaba con el veterano como si de dos antiguos camaradas se tratase. Pidió una cañita, se la bebió y, cuando ya se iba, les recordó que estuviesen pendientes de un par de coches que se habían dado en la fuga, no nos fueran a hacer un “alunizaje” y otro par de ellos que habían sido sustraídos.

-Bien –pensó el joven ilusionado- algo de acción por fin.

Pero no, hacía el ecuador de aquella noche, cuando cesó el ajetreo y la actividad disminuyó gradualmente hasta hacerse el silencio, y la emisora se quedó callada, el veterano detuvo el coche en un lugar apartado, donde reinaban las sombras de la noche, y se echó a dormir.

El joven se puso a pensar en todo lo que había anhelado que llegase ese momento: el de estar subido a un zeta por fin, en su vocación, en lo que se había esforzado en la oposición, lo estudiado en las clases de Ávila, todo lo sufrido hasta salir de la Academia. Y ahora estaba en uno de esos momentos, tan temidos por él como anunciados por todos, y se vio y sintió ridículo. Por pensar pensó en el otro veterano, “el nuevo”, en su espíritu y animosidad…y le echó de menos.

La emisora rompió su silencio y el soliloquio interior del joven. Se estaba produciendo un alunizaje en una calle céntrica, muy próxima a su punto. Despertó al caimán, éste arrancó y salieron zumbando. Llegaron a tiempo de detener a uno de los dos individuos que se encontraban junto al escaparate fracturado de una tienda de ropa: El joven creyó estar viviendo en una película. Era su primer detenido. Se fijó que el viejo, sin embargo, actuó como si fuera algo normal, de toda la vida, algo a lo que parecía estar muy acostumbrado, dando la descripción y la situación del compinche que se iba por pies del lugar: al que detuvieron tres calles más allá.

Los rayos de sol que se filtraban por las rendijas de la ventana de la Inspección de Guardia anunciaban que llegaba el día y se acababa, por fin, el servicio.

Luego vendrían más días de servicio y más detenidos, y más compañeros. Y el joven de prácticas supo, mucho tiempo después de aquel día, que aquel veterano barbudo y gañán era un policía dos veces condecorado con La Blanca porque había sido herido en un atentado y había tenido muchos enfrentamientos armados con atracadores de bancos en los setenta, cuando era joven, aunque él decía que se la habían dado por idiota e inconsciente; que se pasaba todo su tiempo libre velando, como un esclavo, a un hijo pequeño que tenía con leucemia en el hospital. Motivo por el cual, en ocasiones, tenía falta de sueño. Para entonces ya no le caía tan antipático; para entonces empezó a comprender muchas cosas que antes no, como que es posible quedarse traspuesto si tienes razones, aunque no las digas por orgullo, y a entender que, libre de prejuicios, otras tantas cambiarían en adelante su forma de pensar. A partir de entonces aceptaría los guiños que le iba ofreciendo el azar, a tomarle el pulso a la ciudad y a escuchar lo que decían sus gentes. Para entonces se podría decir que empezó a admirarlo y que se le fue desprendiendo algo de la ingenuidad que traía adherida en los laterales de la pequeña maleta de viaje con la que iniciaba el recorrido de su vida. Y poco a poco, con los años, se quitó la coraza de impasibilidad por donde habían estado resbalando todas las lecciones que le habían ido enseñando aquel, y otros caimanes que vendrían después.

 

(RECIBIDO POR CORREO ELECTRÓNICO)


LA ESCENA DEL DELITO Y LAS PRUEBAS MATERIALES

ONU (2009): La escena del delito y las pruebas materiales (para personal no forense).

El manual proporciona un esquema básico del proceso de investigación de la escena del crimen con un enfoque en la razón, las medidas y las acciones individuales son esenciales . Su objetivo es crear conciencia sobre la importancia de las buenas prácticas en las investigaciones de la escena del crimen y la naturaleza y pertinencia de las pruebas físicas .

Los principales destinatarios de este manual es el personal no -forense , es decir, los primeros en responder y cualquier persona involucrada en el proceso de investigación de la escena del crimen sin formación de pleno derecho , para ayudarles a entender la importancia de sus acciones y las consecuencias de no aplicar los principios básicos de la buenas prácticas. El manual también está dirigido a responsables políticos , el poder judicial y otros que tienen que evaluar, y / o decisiones de base en la evidencia presentada a ellos.

Un anexo contiene ejemplos de las pruebas físicas que pueden ser recuperados de la escena del crimen , la información que puede obtenerse a partir de posteriores exámenes forenses , y los casos de la muestra en diferentes tipos de evidencia física se podrían encontrar .

Para descargarlo pincha en el siguiente enlace:

http://www.unodc.org/documents/scientific/Crime_scene_Ebook.Sp.pdf