SER POLICÍA

Siempre quise ser policía. Creo que lo llevaba escrito en los genes en el momento del parto, si es que los genes admiten este tipo de escrituras.

Me había preparado a conciencia. Todo mi tiempo lo había empleado en cumplir ese sueño, tanto de forma individual y privada, como en la academia a la que decidí apuntarme, como después, una vez superado el examen de ingreso, en la Escuela de Policía. Había memorizado todos los artículos del Código Penal relativos a los delitos contra la propiedad y contra la salud pública, que son, estaba convencido, con los que tendría que lidiar con mayor frecuencia, e incluso había incursionado en los delitos contra la integridad física, dado que, también estaba convencido, serían los asuntos que terminarían asignándome con mayor frecuencia, en atención a mi perspicacia para resolver acertijos. También había memorizado todas aquellas infracciones administrativas que, muy probablemente, me iba a encontrar en mi trabajo rutinario. Era capaz de recitar casi de carretilla el artículo, el texto y la cuantía de la multa, tanto en un sentido como en el inverso. Nadie sería capaz de superarme en todo esto y eso seguro que sería valorado de forma especial por nuevos mis jefes y compañeros.

Fui capaz de diseñar mi propio sistema de defensa personal policial, que nada tenía que envidiar a los métodos desarrollados por los escoltas y militares israelíes. Estaba convencido de que, en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo y frente a frente, fácilmente podría hacerme con la situación y controlar al enemigo, aunque este fuera algún espabilado miembro del Mosad. La defensa, que para quien no esté familiarizado en el lenguaje tecnico-policial es el palo de madera, de goma o de polímeros y que sirve, fundamentalmente, para atizar la badana, la manejaba con tal destreza y precisión, que podría llegar a golpear a cualquier oponente hasta en diez puntos vitales de su cuerpo en una fracción de segundo, dejándolo kao y sin que ni tan siquiera el susodicho hubiera tenido la oportunidad de ver por donde le llegaban los palos. Era capaz de desenfundar más rápido, que el más rápido de los pistoleros que me pudiera encontrar. Había practicado miles de veces con un pistolón simulado, pero de aspecto realmente impresionante, que me había agenciado con tal propósito y había agotado todas las posibilidades posibles de enfrentamiento armado. Si bien es cierto que en la escuela de policía solo me habían permitido realizar una veintena de disparos, sería capaz de acertar a un blanco móvil a más de veinticinco metros de distancia. No había ahorrado en gastos y en cada feria de mi ciudad o en la de las ciudades vecinas había dedicado horas y horas al tiro pichón, que si bien es una modalidad menor de tiro de precisión, no es menos cierto que te proporciona seguridad en ti mismo, temple, afinamiento, puntería y, por qué no decirlo, un montón de peluches que ganaba de vez en cuando en alguna de esas instructivas jornadas instructoras.

Me sentía una máquina de matar puesta a disposición de los ciudadanos, a los que defendería de forma incansable, no obstante, sin menoscabo de mi propio interés físico, al que me había jurado salvaguardar en interés del ciudadano desvalido y necesitado de protección.

Era mi primer día; había llegado el momento de demostrar mi valía; todos lo reconocerían, de eso no me cabía ni la menor duda.


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