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BELLOTAS DE HACHÍS

Nos hemos tomado el cafetito reglamentario, así que Charly y yo ya estamos prestos para el servicio. He comunicado a la base nuestra disponibilidad, como es preceptivo. Responde Cañete. Se le nota en la voz el enfado, no tendría que haber venido a trabajar en este turno, pero el Chinchilla se ha vuelto a dar de baja, como ya tiene por costumbre, así que no hemos tenido más remedio que tirar de él. «Recibido, procurad no darme la tarde», resuena en el altavoz. «Vale, oído cocina,… trataremos de pasar desapercibidos», le responde Charly tras arrebatarme el micrófono de las manos, no sin mi desaprobación, por supuesto.

Una hora más tarde hemos completado el primer recorrido a todo el distrito para supervisar el servicio. Charly está hoy de lo más circunspecto. No ha soltado ni una sola palabra en esta última hora. «¿Te pasa algo?, «Na», me dice lacónicamente, entonando la a como si fuera una e. Una largo silencio tras su respuesta. «Que estoy algo jodido, a penas he podido dormir por la niña».

«Bravo Quince para Base,… necesitamos apoyo en la Corredera,… tenemos a un individuo probablemente petado de bellotas». No esperamos a que nos repitan el comunicado desde Base, acudimos rápidamente en apoyo. Conecto la sirena y enciendo el puente. Charly acelera sin que me haya dado oportunidad de darle las instrucciones oportunas, conduce a toda leche sorteando el tráfico. Voy un poco acojonado. El vaivén, los acelerones y las frenadas consiguen que me golpee contra el parabrisas. Hago una anotación mental sobre la brusquedad de Charly en la conducción policial, con el objetivo de rendir cuenta en la próxima reunión de mandos. Vuelvo a golpearme la frente contra el cristal, pero esta vez algo más fuerte, tengo la impresión de que algo se ha quebrado. Hago una anotación mental sobre este nuevo golpe que me ha dejado un tanto perturbado, no recuerdo si ya había hecho una anotación antes. Tendré que elevar algún tipo de propuesta a la junta de mandos. Una señora se planta en mitad de la calle, frente a nosotros. Charly maniobra a la derecha de forma brusca, lo que me lleva a golpearme nuevamente, esta vez contra su hombro, pero resulta de una eficacia meridiana. Pasamos a cinco centímetros del carrito de la compra de la señora. No he conseguido ver la cara a la mujer, pero la imagino pálida y con los ojos fuera de las órbitas. Hago una nueva anotación mental, algo habrá que hacer para evitar que las señoras anden por medio de la calle a estas horas.

Después de otros cuatro golpes contra el parabrisas, todos en el mismo punto de la frente, y tras otros dos conatos de atropello a pacíficos paseantes, llegamos a la Corredera. Habíamos viajado como el viento, lo que me hace pensar si es necesaria tanta prisa y tanto ajetreo. Lo anoto mentalmente por si fuera necesario adoptar algún tipo de medida al respecto.

Charly ha dado un salto y ya se encuentra colaborando con Bravo Quince. Entre manos tienen a un individuo bajito y grueso. Lo han colocado en posición de seguridad. Les ordeno que lo cacheen convenientemente. Los tres me miran con una mezcla de burla y sorpresa. «Ya le hemos sacado trece bellotas de hachís, de algo más de dos gramos cada bellota, …jefe». En vista de la celeridad de la operación, les ordeno que procedan a su detención. «Ya está detenido,… jefe». No me gusta como han sonado esos «jefe», anoto mentalmente que elevaré propuesta a la junta de mandos para que el trato sea más especifico, de forma que a cada mando se le designe por su grado seguido del primer apellido. Así será posible diferenciar a los que detentamos la misma categoría, evitará confusiones y cerrará la posibilidad de que el «jefe» lo utilicen con cachondeo. Una vez termino de hacer mi anotación mental observo que el detenido ya viaja hacia la Comisaria a bordo del patrullero, convenientemente engrilletado y asegurado para que no se cause a si mismo ningún tipo de lesiones. No ha sido necesario que pronuncie ni una sola palabra. Es evidente que con solo mirarlos mis subordinados me entienden.


SER POLICÍA

Siempre quise ser policía. Creo que lo llevaba escrito en los genes en el momento del parto, si es que los genes admiten este tipo de escrituras.

Me había preparado a conciencia. Todo mi tiempo lo había empleado en cumplir ese sueño, tanto de forma individual y privada, como en la academia a la que decidí apuntarme, como después, una vez superado el examen de ingreso, en la Escuela de Policía. Había memorizado todos los artículos del Código Penal relativos a los delitos contra la propiedad y contra la salud pública, que son, estaba convencido, con los que tendría que lidiar con mayor frecuencia, e incluso había incursionado en los delitos contra la integridad física, dado que, también estaba convencido, serían los asuntos que terminarían asignándome con mayor frecuencia, en atención a mi perspicacia para resolver acertijos. También había memorizado todas aquellas infracciones administrativas que, muy probablemente, me iba a encontrar en mi trabajo rutinario. Era capaz de recitar casi de carretilla el artículo, el texto y la cuantía de la multa, tanto en un sentido como en el inverso. Nadie sería capaz de superarme en todo esto y eso seguro que sería valorado de forma especial por nuevos mis jefes y compañeros.

Fui capaz de diseñar mi propio sistema de defensa personal policial, que nada tenía que envidiar a los métodos desarrollados por los escoltas y militares israelíes. Estaba convencido de que, en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo y frente a frente, fácilmente podría hacerme con la situación y controlar al enemigo, aunque este fuera algún espabilado miembro del Mosad. La defensa, que para quien no esté familiarizado en el lenguaje tecnico-policial es el palo de madera, de goma o de polímeros y que sirve, fundamentalmente, para atizar la badana, la manejaba con tal destreza y precisión, que podría llegar a golpear a cualquier oponente hasta en diez puntos vitales de su cuerpo en una fracción de segundo, dejándolo kao y sin que ni tan siquiera el susodicho hubiera tenido la oportunidad de ver por donde le llegaban los palos. Era capaz de desenfundar más rápido, que el más rápido de los pistoleros que me pudiera encontrar. Había practicado miles de veces con un pistolón simulado, pero de aspecto realmente impresionante, que me había agenciado con tal propósito y había agotado todas las posibilidades posibles de enfrentamiento armado. Si bien es cierto que en la escuela de policía solo me habían permitido realizar una veintena de disparos, sería capaz de acertar a un blanco móvil a más de veinticinco metros de distancia. No había ahorrado en gastos y en cada feria de mi ciudad o en la de las ciudades vecinas había dedicado horas y horas al tiro pichón, que si bien es una modalidad menor de tiro de precisión, no es menos cierto que te proporciona seguridad en ti mismo, temple, afinamiento, puntería y, por qué no decirlo, un montón de peluches que ganaba de vez en cuando en alguna de esas instructivas jornadas instructoras.

Me sentía una máquina de matar puesta a disposición de los ciudadanos, a los que defendería de forma incansable, no obstante, sin menoscabo de mi propio interés físico, al que me había jurado salvaguardar en interés del ciudadano desvalido y necesitado de protección.

Era mi primer día; había llegado el momento de demostrar mi valía; todos lo reconocerían, de eso no me cabía ni la menor duda.


DIÓGENES 2

He recibido por correo esta carta y no me resisto a publicarla en este medio. Si estaba equivocado en mi descripción, espero que sabrá disculparme.

 

Estimado señor:

He leído atentamente la descripción que hace de mí en su meritado blog. Debo decir que su lectura me ha provocado cierta perplejidad, dado que se ha permitido usted describirme como una persona oscura, con una marcada tendencia a usurpar méritos que corresponden a otros y con una desmesurada ambición. Ésta como causa o como efecto de aquélla o viceversa.

No sé de donde ha sacado usted esos supuestos datos para hacer tales afirmaciones, pero me atrevo a decirle, por lo disparatado de su exposición, que poco tienen que ver con mi persona, con mis circunstancias y con mis intereses.

Comprendo que cuando escribes, y de alguna forma lo publicas, te expones a la crítica, a que te restrieguen los acentos o las comas por las orejas, pero creo que hacer valoraciones personales con tan pocos elementos de juicio es, por lo menos, aventurado.

Verá usted, no es cierto que me guste ser centro de atención, ni creo que lo haya sido. Jamás he pretendido acaparar, ni usurpar nada de nadie. Si en algún supuesto he sido cocinero, pinche, mâitre y camarero, me he ganado a pulso cada uno de los puestos y nunca he inventado o fantaseado para estar ocupando un lugar destacado. El trabajo lo tiene que hacer alguien y yo he estado ahí para hacerlo. No creo que eso pueda ser criticable.

Puedo decir, con gran satisfacción personal por otra parte, que jamás he escamoteado mi responsabilidad. Por ello, siempre que ha sido necesario, he estado ahí, en el lugar adecuado, ese lugar que usted llama «primera línea». Pero, le advierto, nunca he buscado el reconocimiento, ni premios, ni palmaditas de los jefes y jamás me han interesado los palotes. Mi interés siempre se ha centrado en cumplir de la mejor manera posible con mi trabajo. Espero haberlo conseguido.

¿Acaso duda usted de que esa tergiversación de los hechos y de los motivos se debe única y exclusivamente a la envidia?. Pues yo no, mire usted. En esta profesión, como en tantas otras, es fácil y resulta barato colgar una etiqueta. Desprenderse de la injusticia, en cambio, es mucho más complejo y te puede hacer sudar sangre, y, aún así, muchas veces no lo consigues. Así es, la envidia es el motor. La envidia marca la pauta y es la razón última, y a la vez primigenia, de tanta injusticia y desazón.

Se equivoca, señor mio, efectivamente no soy insustituible y menos aún infalible, pero debe tener en cuenta que todos y cada uno de nosotros somos como el engranaje de una máquina. Todos somos necesarios y nadie es imprescindible, pero, por la misma razón, no todos somos iguales, aún cuando el uniforme haga pensar otra cosa.

No le quiero cansar en este primer encuentro, señor mio. Tiempo habrá de explicarlo todo con pelos y señales, tiempo habrá para darle a conocer la realidad de quien le dirige estas líneas y espero que no haga oídos sordos a mi forma de ver las cosas. Si me lo permite, en sucesivas ocasiones, le iré facilitando nuevos datos, que seguro le harán cambiar de parecer.

Mientras tanto, reciba un cordial saludo.

Fdo. Diógenes Lamata.


DIÓGENES

 

Diógenes no es plenamente un tipo desgarbado, no le acompaña el mejor aire, pero si una buena disposición de cuerpo y un cierto desaliño, digamos que involuntario. Enjuto, alto como mandan los reglamentos, abigotado y justamente aseado. Tiene un caracter afable y cierta facilidad para el trato con compañeros y ciudadanos -a los que con reiteración califica de clientes-, es considerado y educado, siempre parece estar dispuesto a ayudar al que lo necesite y a solucionar cualquier problema que se presente. A primera vista diriamos que es un tipo normal. Al menos lo parece. Entró en la policía hace ya algunos años, por lo que no se le puede negar cierta experiencia, que no ha dudado en ampliar mediante el reciclaje.

A Diógenes le gusta acaparar y ser un poco el centro de atención. No duda ni por un instante en estar siempre en la cresta de la ola. Allí donde haya algún cocimiento, el quiere ser el cocinero, el pinche, el mâitre y el camarero. Su afición por el aparecer en todos los saraos la tiene tan desarrollada, que no duda, y además considera necesario para el buen fin de cualquier historia, en ponerse en primera línea, siempre que eso le reporte algún reconocimiento, algún premio o simplemente sirva para sacar una sonrisa de agradecimiento de alguno de sus jefes o vasallos. En esto no hace uso de convencionalismos. Para él lo importante siempre es el resultado y la satisfación de los «clientes» y por ello cree que siempre es necesaria su intervención.

Se siente, con no poca razón, infalible e insustituible. Nada puede ser igual en su ausencia y por ello trata de poner remedio por todos los medios a su alcance y tiene cierta habilidad para ello. Si algún o algunos compañero/os, por ejemplo, realizan casualmente o por constancia alguna intervención de las llamadas meritorias, Diógenes, que nunca pierde puntal, se las apañará para aparecer entre los que hayan logrado la hazaña. Será el que más arrojo haya demostrado, el que haya descubierto todo el desaguisado, el que haya puesto la primera mano, quien haya decidido las estrategias seguidas y por seguir, será el instructor y el secretario, será el que cuente con pelos y señales la intervención y no será, además, el detenido o el imputado por aquello de que siempre hay que guardar ciertas formalidades y no es aconsejable hacer algo que induzca a los demás a confundirte con los del otro lado.

Siempre hizo gala de que el puesto primero y los sucesivos ascensos los ganó a pulso y por méritos propios e intransferibles, aún cuando es insistente el rumor de que ya lleva gastados en su empeño varios miles de euros. Pero sólo es un rumor, al que Diógenes hace oídos sordos. Todo se debe a la envidia, le gusta decir, convencido de todo.