Su pareja llegó de madrugada completamente ebrio. Ella lo aguardaba descabezando el sueño, tendida sobre un viejo sofá. La niña dormida a su lado. Debía estar alerta por si al regresar necesitara algo. Solícita hasta en esas horas intempestivas. Nada más entrar se desató la tormenta, como en otras tantas ocasiones. Después huyó acobardado.
Te lo puedes imaginar, Javier. No he conseguido sacármelo de la cabeza. Sus ojos aún me miran desde la oscuridad. Aunque no quieras implicarte, te implicas. A veces casi no es posible mantener la equidistancia, ser y mostrarte indiferente ante el sufrimiento ajeno. Dicen que eso es empatía, una especie de capacidad que tenemos la mayoría de los humanos para ponernos en la piel de los demás, de vivenciar la manera en que siente otra persona ante cualquier acontecimiento, no lo se. Otras muchas situaciones similares, y aún peores, no me han dejado huella, como si hubiera estado inmunizado, quizás se debiera a mi estado de ánimo en cada momento.
Llegó muy temprano, o puede que muy tarde. Traía en brazos a una niña de muy corta edad, no más de tres años. Su cara anticipaba lo que luego contó. La mirada perdida, me traspasaba. No me veía. Creo que solo veía su propio sufrimiento. El miedo se reflejaba en su rostro, en sus movimientos, en su forma de hablar. La voz casi no le salía del cuerpo. Se retenía y luego seguía como si le costara encontrar las palabras adecuadas. Era evidente que necesitaba que alguien la ayudara, que la sacara del pozo en el que se había metido.
No se muy bien por qué elegí esta profesión, Javier. Te lo he dicho muchas veces. Y más aún cuando te encuentras ante situaciones como esta. Cuando, aún no faltándote predisposición, no sabes hacía dónde puedes tirar.